ALGúN DíA... / VOY Y VUELVO

Bogotá

Algún día... / Voy y vuelvo

El odio se apoderó de la protesta, y las mentiras se esparcieron como otra pandemia.

Ernesto CortÉs FIERRO

Algún día esta ciudad aprenderá a valorar su patrimonio y sus bienes. Algún día esta ciudad entenderá que los actos violentos nos hacen peores seres humanos.

Algún día esta ciudad aprenderá a protestar sin destruir y a reclamar sin vandalizar. Algún día esta ciudad caerá en cuenta de que, al final del camino, cada reclamo por un derecho, que se hace acabando con todo, solo terminará perjudicando al más humilde: al trabajador, a la madre, al niño. El llamado estallido social del 2021 por poco nos deja sin país. La cantidad de protestas que tuvieron lugar a lo largo y ancho de la nación acabaron con alcaldías, sedes judiciales, transporte público; paralizaron y quebraron empresas, dificultaron la movilidad de millones de personas, arruinaron las cosechas de los campesinos, desplazaron a personas de sus barrios y ocasionaron la muerte de mujeres y niños que no pudieron llegar a los centros de salud. Fue la máxima expresión de la protesta social mal entendida. La que reemplazó la reivindicación de un derecho por el vandalismo y el crimen. El odio se apoderó de la protesta, y las mentiras se esparcieron como otra pandemia. Pero lo peor vino después. No solo fue la destrucción ocasionada por las manifestaciones violentas, aclarando que muchas de ellas fueron pacíficas. El legado que dejó sigue hoy generando múltiples problemas para la ciudad y el país. Y claro que pueden seguir los reclamos, las marchas y las exigencias por derechos que no aparecen o promesas que no se cumplen. Claro que se puede llamar la atención con concentraciones masivas y proclamas, pero siempre dentro de cánones de respeto por los demás y con apego a la ley. Las protestas se han vuelto pan de cada día. En lo que va corrido del 2024, ya son miles de marchas las que han tenido lugar en el país fruto del inconformismo social. Campesinos, indígenas, estudiantes, mujeres se han hecho sentir por distintos motivos. Y Bogotá no se ha quedado atrás. Este año, el número de manifestaciones en la capital es 472, a razón de 3,9 marchas por día. Algunas se han llevado a cabo de forma pacífica, unas 340, en 107 primó el diálogo, y en otras 23 tuvieron que intervenir las autoridades para evitar desmanes mayores. En las que no resultaron tan amigables, el trompo de poner siempre fue el transporte público, el mobiliario de la ciudad o los locales comerciales. E insisto: no son todos los manifestantes, ni los daños ocasionados son fruto de todas las protestas. Pero se siguen presentando casos en los que destruir y agredir pareciera ser la norma. Lo vimos en las manifestaciones del Día de la Mujer, donde varias estaciones del sistema masivo de transporte fueron vandalizadas y millonarias las pérdidas. Y las fachadas de diferentes inmuebles del centro terminaron afectadas con aerosoles que al día siguiente, irónicamente, tuvieron que limpiar mujeres trabajadoras que se quedaron, literalmente, sin uñas con tal de que las cosas volvieran a estar como estaban. Hace poco sucedió lo mismo en inmediaciones de la Universidad Nacional. Con la disculpa de la elección del nuevo rector, con la que muchos estudiantes –y el propio Gobierno Nacional– no están de acuerdo, encapuchados decidieron emprenderla, cómo no, contra TransMilenio. Y esta semana la víctima fue un humilde conductor del SITP que cumplía su labor en un sector de Ciudad Bolívar, donde ya se ha vuelto costumbre que se presenten protestas violentas que paralizan el transporte, hay enfrentamientos con la Fuerza Pública y, de nuevo, los afectados son humildes ciudadanos que todo lo que quieren es llegar a sus casas en paz. Pero esta historia en particular me ha conmovido, porque refleja lo que sucede en muchas manifestaciones que, insisto, se salen de control. Se trata de Diego Ardila, de 20 años, quien fue asaltado mientras conducía el bus del SITP con 30 pasajeros frente a la sede de la Universidad Distrital, en el sur de Bogotá. Hombres encapuchados lanzaron una bomba aturdidora dentro del vehículo en el que se encontraban varios adultos mayores. Luego, ingresaron al bus, amenazaron a Diego con armas cortopunzantes, lo obligaron a bajar del automotor y después procedieron a incinerarlo en las instalaciones de la misma universidad. Diego solo estaba trabajando. Estaba prestando un servicio a la comunidad, pero tuvo que vivir en carne propia un episodio que pudo haberle costado la vida, en una clara violación de su integridad y la de los pasajeros. Como lo han repetido varios, estos vándalos solo son valientes con los más débiles, con la clase trabajadora, con los abuelos, mujeres y niños. Son ellos los que pagan los platos rotos cuando se atenta contra bienes de la ciudad, como si toda esa violencia se fuera a traducir en mejoras para sus reclamos. Como bien lo señaló el alcalde Galán, fue un acto premeditado y criminal, no se puede interpretar de otra manera. Allí no había protesta ni reclamo alguno, lo cual es más grave, porque significa que detrás de esta acción temeraria puede haber otro tipo de intereses, vaya uno a saber de qué tipo y con qué propósitos. Las autoridades, y la misma comunidad, tienen que estar alerta para que acciones similares no se sigan repitiendo. Bienvenidas todas las protestas, es un derecho de la ciudadanía, pero no con la violencia implícita y las ganas de querer hacerle daño a la sociedad. Lo más conmovedor –y aleccionador– de este episodio fue la imagen del día siguiente. Un grupo de conductores del SITP, incluido Diego, posó frente a las ruinas de lo que era antes su herramienta de trabajo para exhibir banderas blancas en rechazo a este tipo de actos. Algún día, esa imagen se convertirá en el símbolo de una reflexión profunda sobre el lado más tenebroso que tiene la protesta violenta y quiénes terminan siendo sus víctimas.

ERNESTO CORTÉS FIERRO ​EDITOR GENERAL DE EL TIEMPO

Ernesto CortÉs FIERRO

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