“NUNCA SE DICE TODA LA VERDAD MáS QUE EN VERSO”: FEDERICO GARCíA LORCA

El 13 de enero de 1957, el suplemento dominical del Excelsior de México publicó la segunda entrega del texto que escribió sobre García Lorca su director de escena, Cipriano Rivas Cherif, en el que el autor revive algunas de las conversaciones que tuvo con el poeta, a modo de relato y entrevista, y que fue recogido por Rafael Inglada y Víctor Fernández en el libro “Palabra de Lorca”, de la editorial Malpaso. Este texto hace parte del especial sobre el poeta español. (La entrevista II)

Las historias y las confesiones que escribió Cipriano Rivas Cherif 21 años después del asesinato de García Lorca fueron bombazos que cambiaron la historia de su muerte, o la idea que la gente tenía en general sobre las razones por las que lo habían matado, el 19 de agosto de 1936. Rivas era amigo del poeta y trabajaba con él. Según una de las principales actrices de sus obras, Margarita Xirgu, García Lorca le tenía mucho respeto, un respeto que lindaba con el miedo. Creía que él todo lo sabía, y estaba convencido de que era una de las personas que más lo conocía en el mundo. Era el director de escena de sus obras de teatro y su confidente en los escenarios.

Una mañana, Rivas Cherif y su elenco estaban ensayando en el teatro Palace de Barcelona. Como era de costumbre, García Lorca asistía a cada uno de los ensayos de sus obras, a veces para hacer uno que otro retoque, a veces para regocijarse con la actuación del grupo de Rivas. Interrumpía, hacía bromas, cantaba o callaba. Aquella mañana, sin embargo, no estaba. Margarita Xirgu se preocupó y le pidió a su amigo que lo buscara. Tenía un mal presentimiento. Lo llamaron a su pieza del hotel Majestic, pero nadie respondió. Preguntaron por él sin que hubiera respuestas concretas. Rivas Cherif salió a buscarlo por el centro de la ciudad y se lo encontró en un café.

Tenía las manos sobre la cara y la cara pálida y los ojos enrojecidos. Según Rivas, “Me vi sorprendido al entrar en un café al paso, por la figura de Federico, como ensimismado, de codos en una mesa, y mirándome desvaído, sin verme, al acercarme presuroso. Estaba como loco. Era otro, que nunca hubiera sospechado en él. Al primer silencio con que contestó a mi pregunta, en que quise, ya muy malamente, disimular mi inquietud con el reproche por su tardanza al ensayo, sucedió la impaciencia por lo que él estimaba voluntario desistimiento, por mi parte, de darme por enterado”.

Rivas le dijo que no tenía ni idea de qué hablaba y se lo repitió en todos los tonos posibles que encontró. García Lorca no decía nada. Miraba a su amigo y al rato pasaba a quedarse observando la nada y más allá de la nada. Entonces dijo: “No ha ido a casa en toda la mañana. Se me ha ido. ¡Y eso sí que no!” Rivas seguía sin comprender bien quién se había ido y para dónde y menos, las razones. Transcurrieron algunos segundos con sus silencios y miradas, hasta que García Lorca sacó un puñado de cartas y se las mostró a su interlocutor, poniendo el dedo, tembloroso, en los párrafos esenciales.

“Señalándome con la seguridad de quien los tiene de memoria de tan releídos, los pasajes ejemplares de la traición a la amistad más infeliz de cuantas su imaginación aducía en abono y descargo de la suya dolida”, escribió Rivas. Carta a carta, García Lorca iba descubriéndole su relación con aquel muchacho con quien trabajaba en el grupo de teatro estudiantil de La Barraca, y hoja tras hoja, Rivas Cherif se iba dando cuenta de lo que había significado el poeta y el dramaturgo y el hombre de las letras de España para aquel “mozo”, como lo llamaba, y a quien nombraba simplemente como “R”.

“Nada me escandaliza, a no ser la impostura, la hipocresía, la mentira con daño de otro. No me asombro de nada”, le dijo, e incluso citó “pedantemente”, según su relato, un verso de Mallarmé que decía “La carne es triste ¡ay! Y he leído todos los libros”. García Lorca lo interrumpió en modo de protesta, y recitó: “¡La carne es triste, muerta! ¡La carne viva, la carne palpitante es la alegría de vivir! Yo no estoy triste. Estoy desesperado. Por la traición a mi carne, a mi sangre, a todo lo que es mi cuerpo y mi alma”. “Hablemos sin rodeos y no en verso”, le pidió Rivas.

“Nunca se dice toda la verdad más que en verso, en verso desnudo, como ella”, le contestó García Lorca, y luego de que Rivas afirmara que no había posibilidades de amor más que con una mujer, y le señalara que él estaba rodeado de mujeres que lo amaban, que lo veneraban, le confesó que no había conocido ninguna. “Eso sí que no te lo creo, aunque me lo jures gitano, por los vivos y los muertos”, le contestó Rivas, medio en broma, medio en serio. En el mismo tono, García Lorca le respondió que él no era gitano, que era andaluz. “Y no he conocido mujer”.

Del drama inicial habían pasado a las bromas, y de las bromas llegaron a la profundidad. A la verdad descarnada, a aquella verdad cuyas palabras y cuyo significado eran más importantes que ellos dos. Rivas Cherif le preguntó en modo de afirmación, “¿Pero cómo me vas a convencer de que tú, uno de los hombres más curioso del mundo, que lo eres como motivo de curiosidad para todo el que busque lo extraordinario y como curiosísimo tú mismo de todo cuanto el mundo nos ofrece, te has privado de la mitad del género humano?” “¿No te has privado tú de la otra mitad?, le preguntó entonces García Lorca.

Pasadas algunas pausas y murmullos, miró fijamente a Rivas y le comentó que en realidad “Eres tan anormal como yo. Que lo soy en efecto. Porque solo hombres he conocido”. Unas cuantas palabras más adelante, le aseguró que la normalidad “no es ni lo tuyo de conocer sólo a la mujer, ni lo mío”, y subrayó: “Lo normal es el amor sin límites. Porque el amor es más y mejor que la moral de un dogma, la moral católica”. Al final, concluyó que para que hubiera un amor de verdad, pleno, sin dependencias ni resignaciones, tendría que haber una revolución, “Una nueva moral. Una moral de la libertad entera. Eso es lo que pedía Walt Whitman. Y ésa puede ser la libertad que proclame el Nuevo Mundo”.

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