CRíTICA DE 'GARFIELD: LA PELíCULA': HOLLYWOOD LO VUELVE A INTENTAR CON LAS AVENTURAS DEL GATO NARANJA AMANTE DE LA LASAñA

Al final de Zombieland: Double tap, Bill Murray protagonizaba un sketch en el que el apocalipsis zombi pilla al actor de Cazafantasmas en medio de la promoción de una ficticia tercera parte de Garfield. Una periodista le pregunta “¿por qué demonios Garfield 3?”, a lo que Murray responde “¿entre tú y yo? Las drogas son caras”.

El propio Murray asegura que la única razón por la que ofreció su voz al personaje en 2004 y 2006 resultó ser un error: pensó que uno de los hermanos Coen escribía el guion, cuando en realidad se trataba de Joel Cohen, más conocido por comedias comerciales del estilo de Sigo como Dios o Papá canguro 2. Las versiones cinematográficas de la tira cómica creada a finales de la década de los setenta por Jim Davis solo tienen cabida en el imaginario colectivo como un chiste. Ninguna es buena, ninguna es emocionante, ninguna es realmente divertida.

Pero todas revientan la taquilla. Da igual las veces que los críticos se ensañen con las adaptaciones de Garfield. Sus dos primeras películas fueron un festín para la prensa (“no tiene espíritu ni energía”, “nada que recomendar excepto el vacío que transmite”, “cat-astrófica”) pero un éxito de recaudación. Por qué debería importar que el resultado sea nefasto, el negocio aquí es otro.

Estamos ante un producto familiar, cocinado en salas de reuniones y a través de focus groups, planos repletos de product placements y un guion pensado para no ofender a nadie, no despertar ninguna emoción nueva ni explorar horizontes. Además, cuenta con un icono reconocible en todo el mundo, un gato naranja capaz de ser exprimido una y otra vez con amplísimos márgenes hasta que ocurra un milagro y alguien sepa encontrar su alma fílmica (como ocurrió con Mario en 2023) o vuelva al cajón de los fracasos (con Scooby Doo, Los Picapiedra, Los Cuatro Fantásticos…).

Es una lástima que Garfield: la película no haya funcionado, porque podía haberlo hecho. Detrás está Mark Dindal, responsable de una divertidísima fantasía llamada El emperador y sus locuras. Donde allí había fondos cuidados con esmero, edición que conseguía carcajadas o personajes memorables, aquí hay cortes sacados por un algoritmo, pereza en los detalles y fórmula por todas partes. Es el inmovilismo hecho cine, lo peor de una forzada intersección entre inercia y arte. Si La casa de las carcasas fuese una película, sería esta.

El único motivo por el que poder disfrutar de esta versión ruidosa, chillona y aburrida de un personaje agotado es tener tres o cuatro años. Y los niños de tres y cuatro años no leen críticas en CINEMANÍA. Así que si has venido aquí a confirmar lo que ya intuyes y a reforzar tus prejuicios, a buscar consuelo en las palabras de otro hombre adulto indignado, te abrazo con vergüenza y te pido que no hables de esto a nadie.

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